Cuadernos de un aviador inquieto

AMAZINANTE EDICIONES

Despegar desde el agua

Hace unos días me puse a escribir sobre el despegue desde el agua, y aunque anticipaba un texto aceptablemente largo, no esperaba que lo fuese tanto. Y tras haberlo releído y corregido multitud de veces, tengo la sensación de dejarme muchas cosas en el tintero. Esta -como el resto de publicaciones- no deja de ser mi opinión personal; no es mi intención sentar cátedra y obviamente puedo estar equivocado, y si otro piloto de Canadair me lee, puede que esté en desacuerdo conmigo. Pero supongo que esta no deja de ser mi historia, y humildemente creo que tengo la experiencia suficiente para escribir con cierto conocimiento sobre el tema. Por desgracia creo que a muy pocos pilotos les importará si quiera el hecho de que yo escriba esta entrada con la intención de explicar cómo despegar desde el agua con la reina de Inglaterra tomándose un té en la bodega -con su tacita de porcelana- sin que se le derrame una gota. ¿Para qué, si al final podemos despegar de cualquier modo? Bueno, pues porque volando soy un maldito perfeccionista y me exijo mucho, y porque todavía no he encontrado una técnica mejor.

La pregunta más frecuente suele ser "¿y tú como lo haces?", porque aunque parece haber dos escuelas bien diferenciadas, ninguna de ellas es lo suficientemente buena, así que cada piloto termina teniendo su particular forma de hacerlo. El despegue desde el agua -o la salida de parado, como coloquialmente la conocemos- es una de las maniobras más críticas. Crítica en mi opinión porque es una maniobra en la que es muy fácil romper una norma fundamental en aviación: "Jamás pierdas el control de tu avión".

En aviación -hablando en general- el despegue es una de las maniobras que más atención requiere de un piloto, no por su dificultad "per se", sino por el potencial riesgo que implican los múltiples fallos que pueden ocurrir en las diferentes fases de la maniobra. El despegue de cualquier avión polimotor desde una pista está absolutamente estudiado, regulado, reglamentado y tabulado, y acaba siendo algo rutinario. El piloto tan sólo tiene que seguir al pie de la letra una serie de instrucciones que la compañía, el operador y/o el fabricante de la aeronave han establecido para que el despegue sea seguro ante cualquier eventualidad. Esta maniobra se entrena en profundidad en cada simulador del mundo -incluido el nuestro-, y aun así sigue siendo crítica a pesar de estar totalmente estandarizada. Pues bien, el despegue en tierra es cosa de niños en cuanto a dificultad si lo comparamos con el despegue desde el agua de un avión hidrocanoa -o por no generalizar demasiado- con el despegue de los dos tipos de anfibios que aquí operamos.

Ya que lo he mencionado voy explicar brevísimamente la diferencia entre un hidrocanoa y un hidro de flotadores: en un hidrocanoa -"flying boat", por curiosidad en inglés- como es el B-415, el fuselaje es el casco de la embarcación en la que se convierte el avión en el agua, cosa que nada tiene que ver con los hidros de flotadores -"floatplanes", de nuevo en inglés-, en los que el fuselaje jamás toca el agua, siendo normalmente dos largos flotadores los que hacen las veces de tren de aterrizaje. Pues bien, sacar el fuselaje del agua para despegar, es lo que resulta sorprendentemente complicado y potencialmente peligroso. Una vez conseguido esto, ya tan sólo queda proseguir con el resto de las fases de un despegue convencional, con sus ya estudiadas dificultades.

Haz click para ver el vídeo

Antes de continuar, quiero que veáis este vídeo de un Grumman Goose. Aunque no muestra un hidroavión durante la maniobra de despegue -sino durante un rodaje-, sí muestra de manera muy gráfica el tipo y el nivel de descontrol extremo que busco evitar en el agua al escribir esta publicación... Sí, os recomiendo que veáis el vídeo varias veces.

Cuando estás parado en el agua, el avión está parcialmente sumergido. La línea de flotación está muy alta y un porcentaje interesante del fuselaje está bajo la superficie. Utilizando los motores de manera independiente -utilizando potencia diferencial, jugando con ellos entre "Flight Idle" y "Máxima Reversa"- conseguimos mantener la posición y la orientación del avión. Bajo ningún concepto se puede dejar de prestar atención a los motores, pues en cuanto lo haces, el viento y la corriente giran y desplazan el hidro de su posición, incurriendo ya el piloto en el fundamental error que al principio comentaba: perder el control del avión; dejar que el avión haga algo que tú como piloto no has ordenado a través de los mandos.

Obviamente una superficie de agua no es la pista de un aeropuerto, sobre la que un piloto tiene toda la información posible -longitud, orientación, pendiente, resistencia, calidad de la frenada, dirección e intensidad del viento, temperatura, presión atmosférica, etc.-, información que con antelación le permite planear un despegue basado en tablas con total seguridad. En un charco de agua como en los que nos metemos -y sólo cargamos agua en aquellos embalses desde los que podríamos despegar en caso de tener que quedarnos tras un fallo, tal y como relaté en esta publicación- la información que tiene un piloto de apagafuegos es mínima, poco exacta y terriblemente variable: la intensidad del viento es desconocida y sólo la experiencia nos permite estimarla observando las ondulaciones en la superficie del agua; la dirección del mismo se obtiene de la misma manera; la longitud de la lámina de agua suele ser desconocida o inexacta, pues depende del nivel de agua que el embalse albergue en ese momento; la temperatura la obtenemos gracias al poco preciso termómetro de cabina -y esta sí es un factor importante en verano en la península, pues unida a la altitud sobre el nivel del mar, limita la potencia que podemos esperar de nuestros motores-; la presión atmosférica exacta es desconocida; el viento y los movimientos previos del hidroavión afectan y hacen todavía más irregular la superficie del agua -crean olas, de alturas y frecuencias cambiantes- con lo que la salida desde el mismo sitio en dos ocasiones distintas puede ser -de hecho suele ser- totalmente diferente; la altura y la distancia a los obstáculos -árboles, cables, presas, puentes y montañas- son desconocidas y deben ser estimadas; y por último y para más inri, confiamos en que ningún objeto flotante -ya sea una boya, un tronco o un pato- se interponga en nuestra carrera de despegue.

Lo primero que hacemos cuando nos disponemos a despegar -independientemente del motivo que nos ha dejado en el agua, y sobre todo si el embalse del que queremos salir es corto- es acercarnos navegando a la orilla de sotavento. Cuanto te acercas depende de ti y no se puede ni medir, ni calibrar, ni juzgar, ni nada. Es jodido, la verdad. Básicamente te acercas hasta que tienes miedo: miedo de embarrancar el avión, de golpear el casco con una piedra sumergida que no ves, de dar con el plano en el árbol de la orilla, o yo qué sé... Es jodido, y siempre somos muy, muy conservadores con esto. Como siempre digo, la seguridad de tu tripulación y de tu avión son lo primero -por no decir que cada bicho de estos cuesta más de 20 millones de euros de los bolsillos de los contribuyentes españoles- así que sí, somos muy cuidadosos; pero a la vez tenemos en cuenta que todo lo que dejes de acercarte a la orilla, es distancia que minutos después no tendrás delante de ti para despegar.

Una vez en posición, inviertes el rumbo del avión para encarar la que será tu pista imaginaria en el agua. Esto que parece fácil, no siempre lo es -y más de un susto hemos tenido realizando este giro- pues cuando la intensidad del viento es la suficiente, girar el avión en el agua es muy, muy complicado. La cola actúa como una veleta gigante -no sólo girando el avión, sino tumbándolo y hundiendo uno de los flotadores de punta de plano en el agua- dificultando así enormemente la maniobra. Es más, en muchas ocasiones es literalmente imposible girar -incluso con los dos motores a tope- si el avión se ha detenido en el agua. Es recomendable mantener cierta velocidad, conservar la inercia y no parar, aunque así se trace una media circunferencia en el agua -de mayor o menor radio-, en lugar de girar sobre un único punto. Una vez correctamente orientados, y una vez realizados los procedimientos pertinentes en cabina, se debería proceder sin mayor dilación al despegue en sí; pero yo recomiendo esperar un tiempo prudencial, para que las profundas ondulaciones que el giro del hidro siempre produce en el agua se atenúen. Despegar contra esas ondas -de más de medio metro de altura- es incómodo y peligroso, y de nuevo, más de un susto se ha llevado alguna tripulación al descontrolarse el avión mientras aceleraba contra ellas.

Si tu idea llegado este momento es meter potencia de despegue en los dos motores sin más, tal y como harías en tu polimotor en el suelo, olvídate. En el agua flotas -obviamente- como un corcho, y cualquier fuerza desestabiliza el sistema. En cuanto las hélices y las turbinas aumentan sus revoluciones, los pares de fuerzas tienden a girar el avión -sí, igual que en el suelo- con la enorme diferencia de que aquí no tienes unas ruedas de goma que te sujetan a la pista. El hidro inmediatamente gira a la izquierda y apunta a cualquier sitio menos a tu pista imaginaria, así que antes de empezar a meter potencia yo ya tengo metido el pie derecho a tope; como todavía no tienes velocidad, el timón de dirección poco manda a pesar de estar totalmente desplazado, pero algo hace, porque toda la masa de aire que las hélices echan hacia atrás, sí trabaja para mí. Los motores se deben meter de manera simultánea, con suma suavidad, pero sin pausa, hasta alcanzar un valor cercano al 60% -aquí hay quien discrepa, y luego contaré por qué en mi humilde opinión están equivocados si se quiere hacer las cosas bien-. Mientras el anfibio va acelerando, intentando sacar su pesada panza del agua para convertirse de nuevo en un avión, la deflexión del timón de dirección se debe ir reduciendo suavemente para mantener la dirección, pues durante unos segundos el avión tiende a irse esta vez hacia la derecha -en parte, aunque no totalmente, debido a esta deflexión-. En esta fase tocar la palanca de control -el mando de alabeo o el de profundidad- es una perdida de tiempo, pues no sirve para nada. Estamos en "fase barco" todavía, y esas superficies no tienen mando alguno -a pesar de que hay quien se empeña en llevarlas completamente deflectadas, con el asociado esfuerzo físico que supone, en un vano intento por sacar el avión del agua cuanto antes-. Es como si para despegar antes desde el suelo fueses durante toda la carrera de despegue tirando de la palanca de control. Los que voláis, ¿a que nunca haríais eso? Pues ahí queda. No sé por qué hay quién lo hace en el agua.

Hasta ahora todo es -o debería ser- relativamente tranquilo. De hecho una de mis manos descansa siempre sobre mi pierna durante esta fase, pues la única mano que interesa es la que controla los gases. Unos segundos después, el hidro comienza a encabritarse. El morro se empieza a elevar él solito, y vuelve a tender a irse hacia la izquierda. Seguimos con los dos motores al 60%, y lo que yo recomiendo hacer ahora es comenzar a meter suave y progresivamente más potencia en el motor izquierdo. Esa es la única forma posible de mantener el rumbo de despegue. En esta fase, ni con el pie derecho metido a tope -cosa que vuelvo a hacer- se puede controlar la dirección del avión. La potencia diferencial es la única solución, pero hay que hacerlo con mucho cuidado, y hay que entrenarlo para hacerlo bien, porque son unos segundos muy críticos, y es muy fácil pasarse o quedarse corto, y descontrolar el avión.

Descontrolar el hidro en este momento da mucho miedito. Mucho. Vas rasgando la superficie del agua a unos 50 nudos -unos 90 km/h- y este bicho no se comporta ya -con el casco sólo medio sumergido- como un barco, ni todavía como un avión. Es la fase de la metamorfosis, en la que la magia sucede, y el buen piloto se gana el sueldo. Mientras mantienes el rumbo con potencia diferencial, se alcanza la velocidad necesaria, y el mando de alabeo cobra vida. Lo primero que debes hacer es nivelar los planos -ponerlos paralelos al agua- porque durante todo este tiempo has ido arrastrando por la superficie del embalse uno de los flotadores -situados en la punta de los planos-. ¿Cuál? Depende de la dirección del viento, pues es este el que tumba el hidro hacia un lado o hacia el otro. El caso es que hasta este momento, un plano siempre ha estado caído, y su flotador metido en el agua. Nivelas los planos mientras -por supuesto- sigues atento a todo lo que ocurre en un despegue normal: rumbo, motores, velocidad, obstáculos, distancia remanente, ¿lo lograré?, ¿no lo lograré?, ¿qué cara me estará poniendo el mecánico?, etc. Y de repente, sin previo aviso, el morro se encabrita bruscamente una vez más. Pues bien, este es el momento de -manteniendo los planos paralelos al agua- empujar la palanca de control suave pero firmemente para colocar el morro en su posición de despegue: abajo. Si lo haces limpiamente has conseguido que el anfibio saque el casco del agua y se monte en el rediente de la manera más eficiente. -Si no lo haces, lo que puede ocurrir da para otra publicación en este humilde blog, así que de momento lo voy a obviar-. Ahora tanto la potencia diferencial como el pie derecho te sobran, y si no los corriges, el avión se te vuelve a ir hacia la derecha, así que debes igualar los motores y ya con decisión empujar las palancas hasta alcanzar la potencia de despegue. La dirección se mantiene -ahora sí como Dios manda- con el timón de cola, con los pedales. Una vez más uno debe ser muy fino, pues como he dicho, sobre el agua no hay que vencer el rozamiento de las ruedas de goma sobre la pista, y si te pasas con los pies puedes de nuevo descontrolar el avión. En el agua todo debe ser muy suave, muy preciso.

El avión acelera ahora con comodidad y alcanza la velocidad de despegue. En el agua -al contrario que en el suelo- no se debe rotar. Dejadme que lo repita: no se debe rotar. Como mucho -y dependiendo de la situación- se puede ejercer algo de presión positiva sobre la palanca de control. Si el hidroavión está bien configurado para el despegue, la correcta posición del compensador de profundidad hará que el avión se vaya solo al aire cuando alcance la velocidad necesaria. Ni antes, ni después. Forzarlo -llevando la palanca de profundidad en el pecho, o dando tirones como alguna vez he visto- sólo retrasará el despegue, y hará que el aviso de perdida vaya sonando durante toda la carrera. Eso sin mencionar que es una maldita guarrada aeronáutica. A esto añado que, normalmente una vez en el aire, lo fino es empujar la palanca de control un poquito, descargando el avión reduciendo el ángulo de ataque para que el aerodino -que ha despegado a una velocidad inferior a la que lo hace en tierra- acelere con comodidad. Segundo y medio después, ya cómodamente en el aire, tu atención vuelve a ser la de un piloto -voy a decir convencional- y buscas limpiar el avión de la manera más eficiente para salir del valle en el que probablemente estés metido.

Despegar correctamente desde el agua con este bicho no es fácil. Sí, todos los pilotos del 43 lo pueden hacer, pero permitidme que sea crítico aquí: pocos lo hacen bien. Y en no pocas ocasiones me incluyo, porque no es fácil, y hay veces en las que simplemente la cosa no sale como debería. La cantidad de factores que influyen es asombrosa, y los que ayer influyeron, hoy no tienen por qué hacerlo. Toda la maniobra es terriblemente artesanal, y la experiencia y la pericia marcan la diferencia. Repito, despegar todos despegamos, pero no todos lo hacemos bien. Y en esto soy exigente porque soy un purista, y de verdad que hay una diferencia abismal entre unos despegues y otros. Y estoy hablando de llegar a pasar miedo. (Permitidme aquí que haga un inciso para aclarar un par de dudas habiendo pasado unas semanas desde la publicación original de este artículo: no, nunca he pasado miedo volando con un segundo piloto, ni lo he pasado volando con un alumno. Pasé miedo en su momento, siendo yo segundo, volando con primeros antiguos cuya instrucción no fue la adecuada). Miedo al ver que el piloto no tiene en absoluto el control del avión. Miedo al ver como el rumbo de despegue queda 50º a la derecha y te están llevando contra las rocas de la orilla. Miedo por los botes que comienza a dar el avión. Miedo al oír los impactos del casco contra el agua. Miedo por si no tendrá la sangre fría y la humildad suficiente para abortar el despegue, navegar de nuevo al punto de partida, reconocer que la ha cagado y volver a intentarlo. Claro, cuando soy yo el instructor no hay problema: el susto me lo llevo, pero sé que una vez pasada esa -permitidme el inglés- "teaching situation", voy a tomar el mando y a detener el avión con seguridad. El problema lo tienen los mecánicos y los segundos pilotos que no tienen en absoluto la autoridad necesaria para hacer eso en la cabina. Y todo ocurre muy, muy rápido, y el descontrol se alcanza de igual manera -recordad ahora el vídeo del Goose-. Por eso es nuestra obligación como instructores formar muy bien a los nuevos Comandantes de Aeronave, para que una maniobra que -vosotros lectores- seguro considerabais relativamente fácil, no termine en un disgusto.

Para ir cerrando el tema y para que esta publicación no alcance dimensiones bíblicas, quería razonar el por qué discrepo con aquellos que prefieren comenzar la carrera de despegue metiendo -en lugar de ambos motores simultáneamente hasta el 60% de potencia-, prefieren hacerlo metiendo potencia diferencial suavemente desde el principio; es decir: meten un poquito del izquierdo para corregir la tendencia del avión a irse hacia la izquierda, y luego un poquito del derecho, y así un ratito más hasta que me estabilizo, y luego voy metiendo un poco más de los dos, y... sí, a la media hora sacas el avión del agua y lo montas en el rediente, y luego ya si eso, despegas. Pues mal en mi opinión, porque sí, así tarde o temprano despega mi primo pequeño desde el lago Ontario, pero aquí hay que entrenar -y hay que saber- cómo sacar un botijo de un charco en los Picos de Europa, o en los Montes de León, o en los Pirineos, o donde sea que carguemos, y con esa técnica la carrera de despegue se alarga enormemente. Y alargarla no sólo implica la posibilidad de no tener el espacio suficiente para salir de un embalse, implica también que -por ejemplo en un despegue desde el mar, donde el espacio aparentemente no es un problema- el hidro y la tripulación estén sufriendo los impactos contra las olas durante muchísimo más tiempo, con el riesgo y la fatiga material y personal que ello implica. Y ya que he tocado el tema de despegar desde el mar, damas y caballeros, creo que lo voy a dejar aquí, porque eso daría sin duda alguna y como mínimo, para otra publicación de este calibre.

Por A.B.G.

24 mayo 2016

The Roman 2 Episode

Hoy sólo voy a contar una pequeña anécdota con la que me he topado. Simplemente porque me apetece escribirla. Para recordarla en el futuro. Bueno, y para compartirla con vosotros. Hace ya bastantes años leí un libro llamado "Cheating Death - Combat air rescues in Vietnam and Laos”. Lo compré en su momento porque desde que conocí las misiones que realizaban los A-1 Skyraider en los conflictos del sureste asiático me quedé enamorado de ese avión, y me encantan las historias que cuentas sus aviadores.

The Roman 2 Episode

Pasan los años y llegamos al presente, en el que entre manos tengo un libro llamado “Phantom Reflections - An american fighter pilot in Vietnam”. El título describe el libro por si mismo, así que no voy a entrar en detalles a parte del que da origen a la anécdota en cuestión y que ahora paso a comentar:

En el primer capítulo el autor comienza a relatar -para luego ampliarlo ya con detalle en un capitulo posterior- como en una misión, su punto -el segundo avión de una pareja- es derribado sobre territorio enemigo y como por casualidad, ya pasadas varias décadas, encuentra en la librería de un aeropuerto -creo recordar- el primer libro que yo arriba os he comentado. Tras ojearlo brevemente se da cuenta de que el autor relata en ese primer libro la misión de rescate de su propio punto caído en Laos. Según el protagonista comentaba esto -mientras yo lo leía- me iba viniendo a la mente la historia en concreto -pues yo ya había leído el libro al que él hace referencia-, como una especie de “déjà vu” a dos bandas, descubriendo simultáneamente con el segundo autor esta afortunada coincidencia.

Con varios miles de aparatos perdidos en el conflicto, y con muchísimos cientos de misiones de rescate repartidas a lo largo de casi una década, la coincidencia tanto para el autor del segundo libro como para mí como lector es realmente espectacular. Espectacular que de los miles de pilotos que allí volaron, dos de los -voy a decir pocos- que se decidieron a poner por escrito sus vivencias coincidieran de tal manera, y que yo -de nuevo como lector- coincidiera con ellos leyendo en el orden adecuado ambos libros.

En fin, cosas que me llaman la atención, que me hacen pensar y que -cuando consigo sacar algo de tiempo- me gusta compartir con otros lectores como yo. Ah, y no os voy a desvelar el desenlace de la misión de rescate. Eso se lo dejo al los autores de los libros.

Por J.G.dG.

7 marzo 2016

Sí, volar es un arte

Ayer, tras haberlo retrasado casi una década, comencé a leer "No guts, no glory”, un breve ensayo escrito por Frederick C. Blesse, oficial y piloto de la fuerza aérea estadounidense. Publicado en los años cincuenta, el ensayo se convirtió con rapidez -y durante décadas- en la biblia del combate aéreo, pues con anterioridad, poco o nada había escrito al respecto, y lo que había no constituía en absoluto una doctrina unificada.

¿Y que demonios hace un piloto de apagafuegos leyendo semejante ensayo? Esta es la pregunta que muchos pilotos -y no pilotos- que conozco me hacen cuando me ven con libros de este calibre. Pues hago lo mismo que he hecho los últimos veinte años: leer sobre aviación. Sin más. Aviación. Y he leído de todo, ya sea civil o militar, histórico o contemporáneo, y me encanta. Me apasiona. Amplia mi visión sobre esta disciplina y me hace -sin duda alguna- mejor piloto y mejor profesional. Como siempre digo, conozco a muchos pilotos pero a pocos aviadores entre ellos, y un porcentaje muy alto de los aviadores que conozco, no son pilotos. He tenido conversaciones sobre aviones y aviación muchísimo más gratificantes -y numerosas- con gente que no vuela, que con pilotos profesionales, y esto es algo que a pesar del paso del tiempo no deja de sorprenderme.

Muchos pilotos, llegado el momento, sí, se vuelven a poner a estudiar y a leer para presentarse a una nueva convocatoria, para cambiar de compañía o para cambiar de avión, pero una vez hecho eso, se acabó. Aprenden como usar su nueva herramienta de trabajo, y ahí acaba toda lectura sobre aviación. No les apasiona -como ocurre con muchos otros profesionales en diversas ramas-. Y casi ningún piloto lee sobre otros pilotos. Casi nadie -por no decir nadie en el mundo profesional- lee sobre pilotos o autobiografías de pilotos. Y a mí es algo que me parece fundamental. Sólo sumergiéndose en esa lectura se aprecia la sutileza de este arte que es el volar. El volar bien. ¿Conocéis a algún músico? Ellos no dejan de estudiar, de aprender y de leer sobre los músicos y compositores que les precedieron, y sobre sus obras y trabajos. ¿Escritores? ¿Poetas? ¿Arquitectos? El mismo caso. No entre los pilotos.

A veces pienso que sólo aquellas disciplinas poseedoras de un profundo espíritu artístico en su base impulsan a sus profesionales -y no profesionales- a leer y a aprender una y otra vez de los individuos que les antecedieron. Tal vez sea esta una vaga definición de lo que constituye un arte. Pilotar un avión lo hace cualquiera con práctica y dinero, pero sólo con largo tiempo, pasión, dedicación y lectura -como ocurre con la música, la literatura o la arquitectura- se comienza a rozar la posibilidad de ser un buen aviador. Y no digo que yo lo sea -eso sería excesivamente arrogante-, pero si digo que ese es el único camino. Siendo así, sí, volar es un arte para mí.

Por E.B.P.

8 febrero 2016

Tres Reyes Magos

Alguien en el ayuntamiento de Portugalete había decidido que aquellas Navidades sus majestades los Reyes Magos iban a llegar al pueblo en hidroavión. Hay que reconocer que original la idea no dejaba de ser. Tras los contactos oportunos y las reuniones necesarias, se designó a una tripulación para tan señalada misión: un primer piloto experto, un segundo conocedor de la zona, y a nuestra única mecánico de vuelo. Una semana antes del día D, se programó un vuelo -con la mencionada tripulación- para reconocer la zona, determinar la mejor forma de realizar la maniobra, y examinar los posibles peligros del real desembarco. Como no podía ser de otra manera, el vuelo se efectuó sin mayor novedad. Es más, sin la menor novedad. Sí, se analizo la maniobra, se vieron los peligros, pero... todo resultó demasiado fácil. La meteo era espectacular, el viento era calma, la marea era muerta y la corriente en la ría inapreciable. «Esto está chupao. ¿Qué puede salir mal?», alguien pensaría.

Según cuenta Daniel -el entonces segundo piloto, ahora piloto instructor y probador-, local de la zona, recalcó al resto de la tripulación y a los demás afectados, que aquellas condiciones no eran en absoluto representativas de la zona. Maniobrar en la ría de Bilbao y atracar el hidroavión, no iba a resultar tan fácil. La maniobra de amarre se había establecido de la siguiente manera: el avión anfibio quedaría amarrado a dos boyas -una a proa y otra a popa- a poca distancia del paseo marítimo, y sería una pequeña embarcación la que se acercaría al mismo para recoger a sus majestades. El cabo de proa no sería difícil de asegurar desde la escotilla de morro del avión, pero el cabo de popa si acarrearía mayor dificultad. El punto de amarre correcto queda en la cola, bajo el timón de dirección, y este punto no es accesible desde dentro del avión. Alguien ajeno a la tripulación tendría que acercarse en una embarcación y asegurar un cabo allí.

Por desgracia en aquella época todavía se tenía un miedo real a que un hidroavión del Ejército del Aire pudiese ser atacado de alguna forma, y en mayor o menor medida, en aquel acto. La verdad es que la situación de indefensión iba a ser máxima, pues el avión quedaría amarrado a escasísimos metros de la costa, con los motores parados -por lo tanto sin posibilidad de reacción-, y con la tripulación en todo momento en su interior -probablemente con la ventanilla abierta y saludando a los niños y no tan niños que allí se iban a congregar-. Puede que hoy, no tanto tiempo después, esta preocupación parezca exagerada, pero los que tenemos cierta edad bien sabemos que no lo fue. Desgraciadamente E.T.A. siguió asesinando en años posteriores, y la violencia callejera en ciertas partes de Euskadi tardó años en desaparecer. Pero no me quiero desviar del tema... El cabo de popa. Se decidió pues -y por este motivo- que la tripulación debía ser capaz de soltar amarras de manera autónoma. Debían poder liberar el hidroavión sin la necesidad de que alguien ajeno a este tuviese que soltar el cabo de popa del punto de amarre que antes he comentado. Una mínima medida de autoprotección -que, siendo sinceros, poco servicio iba a prestar en caso de real necesidad- que por muy poco no acaba en tragedia.

Al sur, Portugalete. Al norte, Getxo.

El día cinco se recogió a los tres Reyes Magos en el aeropuerto de Bilbao. Como suele ser habitual -y no dejéis que vuestros críos lean esto- los tres eran personajes conocidos en la zona, de algún canal de televisión local o algo así, y parece ser que ya se subieron temerosos a aquella máquina voladora amarilla que les habría de llevar hasta su destino... Tras el despegue la turbulencia empezó a notarse. Mal asunto para alguien que no está acostumbrado a volar en la espartana bodega de un botijo -por corto que sea el trayecto-, y mal asunto para los pilotos, que ya empezaban a vislumbrar lo que se les podía venir encima. El fuerte viento del sur obligaba a amerizar desde el mar hacia tierra, ría adentro. El famoso puente colgante de Portugalete paró su continua actividad para que el hidro tomase sin riesgo alguno por debajo de él, y este así lo hizo. Una vez en el agua la tripulación comenzó a navegar hacia el interior de la ría y fue en este momento cuando se dieron cuenta de la fuerza que tenia la corriente. Esta les arrastraba irremediablemente hacia el mar, pues al contrario que el día del vuelo de entrenamiento, esta vez la marea estaba alta, bajando, y era viva. Eso unido al fuerte viento de tierra no presagiaba nada bueno.

Sus majestades -ya de pie en la bodega mientras el hidroavión navegaba- curiosos se acercaban a la cabina a preguntar que tal iba la cosa. La tripulación sobrepasó navegando el punto de amarre y los pilotos se prepararon para invertir el rumbo por estribor. Anticiparon correctamente que con tanto viento y con la aparente fuerza de la corriente no iba ser fácil realizar dicho viraje. Mucho menos fácil iba a ser el quedarse quieto en el punto correcto para poder amarrar. Patricia, la mecánico de vuelo, salio por la escotilla de morro y se preparó para recibir el cabo que se aseguraría al punto de amarre de proa, mientras el primer piloto -ya con el avión proa al noroeste- se afanaba en intentar controlar el anfibio, cosa que resultaba prácticamente imposible: la corriente se llevaba el hidro hacia el mar, y a penas con los dos motores en potencia máxima reversa se conseguía mantener en posición.

El ruido existente en ese momento en la bodega, con los dos motores rugiendo a tope, era realmente ensordecedor, y para un profano debió ser algo casi preocupante. Me consta que en esos momentos sus majestades ya no lo estaban pasando nada bien. No dejaban de preguntar ansiosos si todo aquello era normal. Si todo iba bien... Pasados unos minutos se consiguió asegurar el cabo de proa -que como podéis imaginar de poco servía en este momento, pues el hidro seguía siendo empujado en esa dirección por la corriente, y sólo con dificultad mantenía su posición gracias a la reversa de sus dos motores-.

Se había decidido asegurar el segundo cabo, el de popa, introduciéndolo a través de la salida de emergencia situada en la parte derecha trasera del fuselaje, para después ser enganchado con un mosquetón a uno de los anclajes del suelo de la bodega. De nuevo la mecánico se dirigió hacia allí -calmando por el camino a los agitados Reyes Magos- y retiró la puerta de la escotilla de emergencia, dejándola apoyada junto a la salida. Recibió el cabo que desde una embarcación le ofrecieron y, tal y como se había acordado, enganchó el mosquetón en el punto de anclaje situado en el centro de la bodega. Los motores seguían rugiendo a plena potencia mientras los niños y sus familiares -situados en el paseo marítimo a escasos metros por babor- miraban anonadados el atronador espectáculo. La sargento confirmó al primer piloto que el cabo de popa había sido asegurado y este se preparó para, poco a poco, ir quitando potencia a la reversa. Ese cabo debería ahora aguantar la tensión y mantener en posición al hidroavión.

Aunque ahora ya no parecía tan buena idea, ambos motores iban a ser parados completamente para que sus majestades desembarcasen con calma por la puerta trasera izquierda -puerta que ahora quedaba frente al público-. En el momento de abanderar las hélices -paso previo a la parada de las turbinas- el avión sufre un último y repentino empujón hacia delante. Cuando hacemos esto al parar en el suelo, el freno de aparcamiento -el freno de mano del avión- impide que este salga propulsado y eche a rodar, pero en el agua dicho freno no existe. Si abanderas en el agua, el hidro se mueve hacia delante, y no tienes forma de controlarlo, porque ya no tienes control sobre las hélices. Por este motivo el avión debe estar perfectamente amarrado antes de realizar este paso. La tripulación, obviamente, era plenamente consciente de esto y se preparaba para abanderar mientras, por enésima vez, los Reyes Magos se acercaban a la cabina para ver que diantres pasaba. En ese momento un terrible estruendo metálico resonó por encima del ruido de los motores y un brutal latigazo recorrió la bodega del hidroavión. Con un último y estridente impacto se despidió el destrozado mosquetón mientras salía despedido junto con el cabo de popa por la escotilla de emergencia...

Vista del Puente de Vizcaya (Bizkaiko Zubia) desde Getxo.

Sólo al destino -o a todos los dioses- hay que agradecer que la inquietud de sus majestades les impulsase una y otra vez a acercarse a la cabina, porque el destrozo que ese cabo en tensión y ese mosquetón metálico realizaron en el interior de la bodega se hubiera convertido en una verdadera carnicería de haberse encontrado ellos más atrás. Y estoy hablando de miembros amputados y de cabezas seccionadas. Terrible.

«Oye, que saltamos. ¡Nosotros saltamos ya! ¡Por favor dejadnos saltar!», gritaron acojonados los Reyes. Estaba claro que de ahí no salía nadie sin que el comandante de aeronave lo autorizase, mucho menos sin que la tripulación recobrase el control del avión, que ahora, de nuevo, volvía a ser arrastrado por la corriente a escasos metros de tierra. Imaginaros el susto, joder. Joder, joder. Enrique a penas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que había ocurrido cuando ya estaba pidiendo máxima reversa de nuevo a los motores. «Nos vamos de aquí. ¡Nos vamos! ¡Larga el cabo de proa!». Los niños sollozando en el paseo. Está claro. «¡No vienen los Reyes, mamá! ¡Van a morir todos!». Trágico. Muy trágico todo.

Nervios y tensión, y problemas a la hora de soltar el cabo de proa, hicieron interminables los minutos en los que se luchaba de nuevo contra la corriente para mantener la posición. Una vez libres de ataduras, la tripulación comenzó a navegar alejándose del desilusionado publico, hacia el mar, con la intención de invertir el rumbo para despegar contra el viento, hacia el sureste. En eso estaban cuando la mecánico se acercó alarmada a la cabina diciendo que la puerta de la escotilla trasera -que había estado apoyada cerca de la salida- estaba totalmente deformada -sin duda porque había sido golpeada por el mosquetón de popa en su dramática salida-, siendo imposible colocarla y cerrarla, y que para más inri, grandes cantidades de agua estaban entrando por la mencionada abertura, al encontrarse esta a la altura de la linea de flotación.

«¡Todos sentados! ¡Y atados! ¡Nos vamos al aeropuerto!», ordenó el comandante de aeronave. Con los Reyes todavía en estado de shock, el pesado hidroavión comenzó la carrera de despegue, mientras litros de agua se colaban en el interior de la bodega, y cientos de niños lloraban estupefactos. Cosas del directo y gajes del oficio, dirán algunos. Hay que joderse. Menudo susto.

Ya en la plataforma del aeropuerto, sus majestades pudieron desembarcar -con más pena que gloria- para después realizar el trayecto y su entrada en Portugalete en algún medio de transporte -menos glamuroso que un hidroavión amarillo- pero mucho más seguro. Y mientras tan real acto tenía lugar, la tripulación del anfibio conseguía -a base de ingenio español y martillazo- medio enderezar la puerta de la escotilla trasera, para poder volar en condiciones relativamente aceptables hasta su base en Torrejón.

Por J.J.L.

3 febrero 2016

Carrera de fondo

Esta entrada la tenía guardada y prácticamente olvidada. Escrita hace meses no termina de ser lo que me hubiera gustado, pero habiéndole dado ya más de un par de vueltas, he decidido publicarla tal cual antes que descartarla... La publicación del día de Reyes que prometí, será la siguiente.

Tras recibir la llamada lo más importante era tener claro tres cosas: las coordenadas, un rumbo inicial y una distancia. Lo demás era prácticamente prescindible. El copiloto y el resto del personal salían corriendo -y digo corriendo, no andando- hacia la aeronave y la ponían en marcha, mientras el piloto tomaba nota y confirmaba los datos del objetivo. Instantes después salía corriendo y subía a bordo de su máquina, ya lista para el despegue. No había tiempo para hablar nada antes de la salida, mucho menos para dar un "briefing" antes del vuelo. Lo más importante era estar en el aire y en ruta en menos de tres minutos. Cumplir la misión era lo más importante, y no porque nadie les obligase, sino porque aquellas tripulaciones creían en lo que hacían.

Ojalá estuviese hablando de nosotros, pero no lo estoy. Hablaba de las tripulaciones de "Dust Off" americanas durante la guerra en Vietnam -del Sur, básicamente-. Esta unidad fue más que pionera en el uso del helicóptero como instrumento fundamental de evacuación médica en primera línea de combate, pues aunque ya durante la guerra en Corea esta novedosa aeronave se había tímidamente utilizado con este fin, no fue hasta la aparición del UH-1 Huey -específicamente diseñado para la evacuación de heridos- que el helicóptero se convirtió en una pieza imprescindible en el combate moderno. Y digo que las tripulaciones de "Dust Off" fueron pioneras, básicamente porque eran una panda de descerebrados -o eso puede parecer a primera vista-. Descerebrados porque la táctica utilizada era que no había táctica. Tras esa llamada corrían a su helicóptero, ponían rumbo al objetivo, aterrizaban al lado de las fuerzas propias, aguantaban de manera estoica el fuego enemigo hasta que los heridos estuviesen a bordo y despegaban de nuevo rumbo a base con la intención de que estos estuviesen en un hospital militar en menos de veinte minutos. En un momento se intentó limitar a cuatro las horas que estas tripulaciones podían volar al día -y a noventa al mes- pero conocedores de la importancia de su misión simplemente ignoraron dicha directiva y siguieron haciendo turnos de doce horas al día -muchas veces volando las doce, repostando con los motores en marcha y comiendo y meando en las cabinas de sus helicópteros- y anotando una media de ciento veinte horas de vuelo al mes. Realmente eran pilotos que, como he dicho, creían en la importancia de su trabajo. Eran voluntarios en una de las misiones estadísticamente más peligrosas de todo el conflicto. Mas de un tercio de las tripulaciones de "Dust Off" fueron bajas en Vietnam, y se perdieron más de dos cientos helicópteros ante el fuego enemigo. Pero a cambio estos hombres salvaron miles de vidas.

Y yo veo esto, y como soy un maldito apasionado de la aviación -por no decir un flipado- tengo ganas de actuar como ellos. Tengo ganas de que todo el mundo salga corriendo hacia los aviones cuando suena el teléfono, y tengo ganas de estar en el aire en menos de tres minutos. Pero por desgracia, eso nunca es así. Y es algo a lo que he tenido que acostumbrarme. Nuestro vuelo es uno de emergencia, pero obviamente soy consciente de que no es comparable al que antes relataba. Todos sabemos que cuando a nosotros nos llaman -en lineas generales- es porque un incendio ya se le ha ido a alguien de las manos. Y cuando un incendio se ha desmadrado sinceramente poco importa que nosotros lleguemos quince minutos antes o después. Esto es algo que las tripulaciones saben por experiencia y es algo que no ayuda a la hora de salir con premura hacia un incendio. Si por el contrario supiésemos que quince minutos marcasen la diferencia, si tuviésemos esa sensación de imprescidibilidad grabada a fuego por la experiencia, otro gallo cantaría. Pero no es así. Por desgracia tal y como esta montado el dispositivo general contra incendios forestales, sabemos que lo nuestro es más una carrera de fondo que un sprint. Al contrario que con las tripulaciones de "Dust Off", el sistema ha hecho que las nuestras no crean necesaria una respuesta fugaz ante una llamada.

Por A.B.S.

12 enero 2016

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